viernes, 19 de febrero de 2010

UN RÍO DE PALABRAS (Agustín Fernández Paz)

La idea se me ocurrió viendo una de esas hojas con anuncios de todo tipo que la gente pega en cualquier sitio visible: "Se ofrece señora para cuidar niños", "Sacamos a pasear tu perro" y cosas así. Es fácil distinguirlas, pues por la parte inferior el papel está cortado formando tiras donde aparece el teléfono al que se puede llamar.
Pensé en hacer algo parecido cuando leí uno de esos libros que me conmueven y me devuelven la alegría de vivir. Al acabarlo, me asaltó otra vez el deseo que siempre siento en esos casos: telefonear a los amigos, salir a gritar en medio de la calle, proclamarlo a todo el mundo. Decirle a la gente que no puede seguir viviendo sin leer un libro así, hay demasiada belleza en él para ignorarlo.
Poco después me encontraba delante del ordenador, copiando a un buen tamaño las primeras líneas de aquella narración que me había tenido absorto en los días anteriores:

"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo hablaría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo".

Imprimí veinte hojas, en papel de color. Recortar las tiras a mano fue un trabajo laborioso, pero valió la pena. En ellas, en vez de teléfono, escribí el título del libro y el nombre de su autor. Después pegué las hojas por todo el barrio, antes de marchar para el trabajo. Al volver, lo primero que hice fue recorrer los lugares donde había dejado los papeles. ¡Mi alegría fue enorme, pues la mayor parte de las tiras aparecían cortadas!

Animado por el éxito, decidí probar de nuevo. Esta vez elegí las líneas iniciales de uno de esos libros que releo con emoción cada cierto tiempo:

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".

Pronto pude comprobar que los tickets de mis textos desaparecían al poco tiempo de distribuirlos. ¡El sistema funcionaba! Seguí colocando nuevas hojas, siempre con un resultado semejante. Cuando llegué a la décima, decidí hacer algo especial. Elegí un papel de mayor calidad y seleccioné el comienzo de un libro que nunca había podido olvidar:

"Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".

Al día siguiente, cuando salí a colocar mis carteles, descubrí con asombro que alguien había pegado otros semejantes. Sentí una emoción irrefrenable, mayor aun cuando comprobé que aquella anónima persona se había atrevido con la poesía:

El amor está en lo que tendemos
(puentes, palabras).
El amor está en todo lo que izamos
(risas, banderas).

Los versos tuvieron una recepción extraordinaria, pues los tickets volaron con más rapidez que otras veces. ¡Me sentía exultante! Ahora sabía que cerca de mí había una persona dispuesta a compartir la emoción que ella también sentía ante algunos libros.

Claro que la sorpresa mayor la tuve el siguiente lunes. Cuando salí de casa con la intención de colocar las hojas de un nuevo texto, me encontré con que había papeles de colores por todas las paredes. El barrio entero estaba inundado de textos magníficos, y de tickets que colgaban tentadores bajo ellos, como los frutos maduros de árboles exóticos.

No sé si este milagro durará siempre o será solo una pasión de otoño que desaparecerá con la llegada de la lluvia ¿Quién sabe? Quizá esta epidemia se extienda a la ciudad entera, quizá acaben siendo miles las personas que se animen a inundar las calles con ríos de palabras. Y entre ellas, me lo dice el corazón, estará también la mujer que aguardo, ese desconocido amor con quien espero poder compartir todos y cada uno de los días de mi vida.

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